Hasta los infiernos por el Cielo
La autobiografía de Hilda Charlton
Capítulo uno
Londres, desde un barril de tabaco
Recuerdo muy poco de Londres, la ciudad donde nací. Seis semanas después de mi nacimiento, ante un gran público en el Albert Hall, el señor D. W. Foote –dinámico orador y líder de una organización de agnósticos, Truth Seekers Society (Sociedad de los Buscadores de la Verdad)–, me puso mi nombre. Creo que eso puede ser considerado como mi bautismo, porque él me tomó en sus brazos y me ofreció, no a la obra del Truth Seekers Society, sino “a la verdad, a la bondad y a la libertad de toda la raza humana”.
Yo tenía apenas 4 años cuando viajamos en barco hacia la nueva tierra: América. Mi padre era un idealista y no quería que sus hijos crecieran en un país como Inglaterra, en donde tuvieran que ir a la guerra.
La casa de Londres, ubicada en Seven Sisters Road, tenía en la planta alta una vivienda, y en la planta baja estaba la fábrica de tabacos y la tienda al mayoreo. Había un salón largo donde varias mujeres forjaban a mano cigarros que eran muy especiales. Había barriles de tabaco y en uno de esos barriles destapados, me ponían las trabajadoras, tal y como los padres ponen a sus hijos en corralitos. Las empleadas eran mis niñeras. Me acuerdo como miraba por encima de los barriles como si estuviese asomándome al mundo. También desarrollé el hábito de masticar tabaco.
La vivienda y la tienda tenían un jardín con una barda muy alta a todo el derredor. Mis dos hermanos y yo teníamos miedo de ir al jardín, porque un gallo grande se creía dueño del territorio, creía que el jardín era suyo. No le gustaban los intrusos y peleaba tenazmente por sus derechos.
Papá aspiraba a ser compositor de canciones y ya tenía unas cuantas publicadas. El único espacio que tenía para componer era el excusado que estaba al final del jardín. Cuando la vida en la tienda se hacía demasiado pesada para su temperamento artístico, se escapaba a la parte trasera y se sentaba en el excusado, tarareando composiciones. En la medida en que aumentaba el número de clientes en la tienda, mi madre se ponía tensa y de pronto preguntaba “¿Dónde está tu papá? ¿Dónde está?... ¡Ah! ya me imagino…” Entonces llamaba a mi hermano, que era mayor que yo y le urgía: “Francisco, apúrate, ve corriendo al jardín y trae a tu padre. Dile que lo necesito de inmediato”. Francisco comenzaba a temblar de terror, “no puedo” decía, “el gallo me va a atacar”. Con una exasperación controlada, mamá le respondía: “No te preocupes por el gallo. No seas cobarde, hijo mío, vete allí corriendo”. Francisco iba refunfuñando por el jardín y traía a su padre al mundo que conocemos como real.
Mi realidad era menos esotérica en esos tiempos. Mi amigo y compañero era un tremendo perro bulldog. Éramos muy unidos y nos entendíamos muy bien. Me dejaba pararme sobre su lomo para que yo alcanzara las galletas dulces y las compartiera con él.
Aún me quedan algunos recuerdos de la casa de Londres, especialmente del comedor. Era un lugar de mucha actividad. Una de mis mayores preocupaciones cuando estábamos planeando la salida de Londres, eran los visitantes que siempre llegaban a nuestra casa: “Pero mamá ¿quién les va a dar el té del mediodía cuando nosotros nos hayamos ido?” Sentía como si estuviera cargando el mundo sobre mis hombros.
Mi primer gran logro lo alcancé en la mesa el comedor. ¡Qué gran acontecimiento! Mis hermanos mayores me elogiaron tanto que me sentí flotando durante varios días. Esto me causó una impresión tal, que nunca se me ha pasado elogiar a los niños por algún pequeño logro. Lo que a los mayores puede parecerles nada, representa un esfuerzo épico para un menor.
Fue en esa mesa donde recibí mis primeras lecciones de disciplina. Nací vegetariana y en esos tiempos el vegetarianismo no era una práctica común. Esto provocó mucha discordia en la familia, aun cuando mis padres dejaron de comer carne desde que fui concebida. Mi madre decía con mucha firmeza: “Cómete ese huevo o quédate sentada ahí”. Yo me quedaba ahí, hasta que finalmente me decía con una voz de desesperación “Está bien, puedes retirarte”. Nadie pudo moverme ni un ápice de la dieta que yo había escogido.
Desde temprana edad tenía una fe inherente en la bondad de la vida. Cada mañana levantaba mi almohada esperando encontrar chocolates de un tipo especial; de esos cubiertos con manchas de azúcar blancas. Cada mañana quedaba sorprendida por no encontrar ninguno bajo la almohada; sorprendida pero no descontenta. La siguiente mañana, buscaba los chocolates. Nunca me sentí desalentada por no encontrarlos. Siempre había un mañana. Años después, cuando le conté a mamá sobre esto, me preguntó: ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Cómo iba yo a saberlo?
La cuna es también un sitio de recuerdos: Veo a mi madre venir a despedirse, con su vestido de noche envuelta en una dulce y lánguida fragancia. Mientras miro el pasado, parece como si siempre nos hubiéramos estado despidiendo.
Tenía cuatro años cuando escuché a mi padre y a mi madre hablar sobre ‘el Nuevo Mundo’. Mamá parecía estar desconsolada y decía: “¿Cómo voy a dejar a mi madre y a mis amigos?” El tono de su voz me hizo sentir aprehensiva. Pensé que si el ‘Nuevo Mundo’ de que hablaban hacía que mi madre lo tomara tan en serio, era porque debía ser muy importante. Al poco tiempo me enteré de que íbamos a dejar Londres y a abordar un barco que nos conduciría a un lugar llamado América.
Volver al Indice de Hasta los infiernos por el Cielo