Hasta los infiernos por el Cielo

La autobiografía de Hilda Charlton

Capítulo dos

Creciendo entre los Mormones

 

¡De Londres a Salt Lake City! Tremendo cambio cultural para mi madre, pero no para nosotros los chicos, mis dos hermanos mayores y yo. El susto para mi madre comenzó cuando una noche en Londres, papá llegó a la casa y le entregó cinco boletos para viajar a los Estados Unidos de América ¡Y sólo de ida! Pasarían muchos años antes de que yo volviera a Londres en mi camino de regreso de la India y me parara a contemplar nuestro antiguo hogar, ubicado en Seven Sisters Road.

Los misioneros mormones visitaban con frecuencia la tienda de mayoreo de mi padre y hablaban acerca de América y de la belleza del estado de Utah. Papá decidió que pasáramos por ahí en nuestro camino a California para echarle un vistazo a Salt Lake City. Allí llegamos en el mes de junio. Los rosales estaban floreciendo. Los árboles frondosos proyectaban una sombra refrescante y el agua clara se deslizaba por las canaletas que corrían a los lados del camino. Mamá vio una casa con un letrero de ‘Se vende’ frente a un parque llamado Liberty Park y de inmediato se enamoró de las rosas que florecían a la entrada de la casa. Allí nos establecimos con los mormones durante diez años.

Nosotros éramos agnósticos, y los recuerdos de estar sentados alrededor de nuestra chimenea oyendo a papá discutir con los misioneros enviados a salvarnos, aún los siento muy reales. Los argumentos de los misioneros no nos impresionaban en lo más mínimo y los hábiles argumentos ateos de mi padre tampoco parecían ser muy tomados en cuenta por ellos. Pero se convirtieron en interesantes tardes de invierno en nuestra infancia, con la nieve cayendo suavemente en el exterior y los crepitantes sonidos del fuego en el interior. Papá decía: “La única vida después de la muerte es que me convertiré en parte de la naturaleza y regresaré como hierba”. Cuando era niña, con frecuencia reflexionaba sobre esto cuando observaba el pasto verde brotando en los jardines durante la primavera.

¡Qué sorpresa recibiría mi padre cuando muchos años después de que falleciera a la edad de 57 años, se dio cuenta de que aún existía!  Fue de gran importancia para mi conocimiento de la vida y la muerte, cuando una noche se formó en mi cuarto una luz y mi padre apareció como si estuviese viendo a través de la luz. Aparentaba tener unos veinticinco años, se veía muy vital y estaba entusiasmado con la continuidad de la vida. Me dijo: “Hilda, estoy haciendo todo lo que quise hacer –pinto, escribo, compongo música”.  Y añadió: “estoy cuidando a tu madre”. Una paz invadió la habitación, la luz se desvaneció y con ella la visión de mi padre. Yo reflexioné “…haciendo todas las cosas que quería hacer”. La vida le había negado tanto porque tuvo que transladarse a un nuevo país y educar a tres hijos. Estaba haciendo ahora todo lo que había soñado, no en balde lucía joven y feliz; había encontrado lo que buscaba. El recuerdo de esa noche fue mi primera iniciación sobre los misterios de la vida. La cortina se había abierto y la vida podía ser vista en su totalidad.

Aunque éramos agnósticos, no estábamos aislados de nuestros vecinos mormones. Nos llevábamos bien. Mis padres formaron un grupo de teatro en las iglesias mormonas. Sentíamos afecto por nuestros vecinos y ellos por nosotros, aunque no pudieran entender nuestro pesado acento londinense. Mamá marcaba el teléfono de ‘la tienda de abarrotes verde. Esto es una combinación de dos tipos de tiendas, la de abarrotes con la de frutas y verduras.

Hacía su pedido así: “Sr. Stone ¿sería usted tan amable de enviarme un paquete de ‘white pepah’?” (1), queriendo decir pimienta blanca, Lo que recibía era un paquete de rollos de papel higiénico. Otra vez, llamaba por teléfono y decía: “Sr. Stone, le pedí que me enviara un paquete de ‘white pepah’. El Sr. Charlton es una persona muy especial. Por favor, envíeme un paquete de ‘white pepah’”. Y llegaba a la casa otro paquete de papel higiénico, aunque de otra marca. Esto se repitió varias veces hasta que todo el mundo comentaba de las raras costumbres del cuarto del baño de los excéntricos ingleses.

Mi madre no fue la única que tuvo problemas para comunicarse. Los niños de la escuela Hamilton me rodeaban y me decían: “Habla en inglés,  ¿vienes de Inglaterra, no?”. Yo les aseguraba, “estoy hablándoles en inglés”. “No es cierto. Ándale, habla en inglés”. Así fue como me sentí acomplejada por ser inglesa. Esto sucedió mucho antes de que descubriera el valor de haber nacido en Londres, porque como bailarina me di cuenta que el ser inglesa me daba ventaja sobre otros. Cuando era niña, me puse muy nerviosa, porque la Srita. Curly, la maestra, me sacaba del salón de clases y en el pasillo intentaba ayudarme con la pronunciación. Ciertamente esto no me dio confianza en mí misma, debido a que un día, cuando tenía como siete años se dirigió a mí con estas palabras: “Tú tienes que ser lenta porque eres inglesa”. ¡Y eso fue todo para mí! Resolví el problema. Opté por cambiar de nacionalidad.

Cuando estábamos estudiando el tema  de la conquista de Inglaterra por parte de los romanos, decidí que yo no podía haber pertenecido a esos ‘tontos’ ingleses. De ahí en adelante cada vez que alguien me preguntaba cual era mi nacionalidad, respondía fuerte y claramente: “soy romana”.

El primer día de clase nos formamos frente al escritorio de la maestra, para decirle nuestro nombre, edad y religión. ¿Religión? Yo asistía con los niños vecinos a todas las actividades de la iglesia de los mormones —a la escuela de los domingos, a otros cursos y a todas las obras de teatro que papá montaba en la iglesia— pero nunca nadie pronunció la palabra religión.  Cuando llegó mi turno, la maestra me preguntó sin alzar la vista de la pluma: “¿Tu religión?” y le contesté que no sabía. Me miró de manera extraña. “Vete a tu casa y averigua”. Disfruté los tres kilómetros de camino de regreso a casa; calles flanqueadas por árboles verdes. Papá se estaba rasurando y le pregunté: “¿cuál es mi religión? Me pidió la maestra que te preguntara”. Sin dejar de rasurarse, en voz baja me respondió: “hacer el bien es tu religión”. Después de muchos rodeos regresé a la escuela y le dije a la maestra.

Todavía puedo recordar la doble acogida que me dio. Escribió algo en su cuaderno; seguramente fue atea.

Hoy en día, con frecuencia me siento agradecida porque la Ley Divina me dio un padre agnóstico, el cual simplemente decía: “No sé, porque no tengo pruebas”, y una madre libre de las limitaciones de cualquier creencia en particular. Por lo tanto, mi vida estaba libre de “ismos” (2), credos, dogmas y supersticiones. Cuando finalmente comencé a estudiar ritos religiosos con sus plegarias, himnos y escrituras sagradas, me pareció que eran frescos y maravillosos, llenos de sorpresas e inspiraciones. Sin embargo, noté que muchas de mis amistades se habían quedado trabadas en medio de enseñanzas confusas que les habían sido inculcadas en la niñez.

            Cada verano visitábamos un lugar llamado Ogden Canyon, en el estado de Utah, para pasar las vacaciones en una cabaña que mi padre había comprado. El asfalto de las calles de Ogden se sentía como esponja cuando uno caminaba sobre él. Un día, mientras caminaba y saltaba junto a mi madre, me sentí lo suficientemente cercana a ella como para confiarle mis pensamientos, porque a mis siete años yo sentía un insaciable deseo que me quemaba interiormente como fuego: el deseo de sentir la perfección en mí. Más adelante en mi vida, un amigo lo llamó “hasta los infiernos por el cielo”. Los yoguis lo conocen como el deseo innato por la liberación de las vidas y las muertes.

Ese caluroso día de verano, le anuncié a mi madre, mientras caminábamos tomadas de la mano: “Yo soy perfecta, excepto por mis orejas que están demasiado paradas”. La noticia no pareció conmoverla; casualmente comentó: “Arreglaremos esas orejas”. En ese entonces, Bing Crosby (3), aún no ponía de moda las orejas prominentes. En lo que se refiere a lo perfecto, ella estuvo de acuerdo conmigo. En aquel tiempo yo todavía era bastante inocente. No conocía el impacto completo de la vida —sólo algunas pequeñas explosiones. Pero cuando anuncié las mismas reflexiones sobre mi perfección en la escuela,  éstas no fueron recibidas tan abiertamente como lo había hecho mi madre. De hecho, tuvieron un efecto catastrófico. Los compañeros de la escuela me persiguieron, me acosaron y me gritaron: “Sí, sí, ella es perfecta, perfecta. Déjanos ver tus orejas, vamos, muéstranos tus orejas”.

En ese tiempo inventé un estilo de peinado muy personal. De dónde saqué la idea, lo ignoro, pero ciertamente no tenía nada que ver con el estilo de los peinados del oriente medio de los Estados Unidos. Me amarraba una cinta roja alrededor de la cabeza que pasaba por mi frente una pulgada más arriba de las cejas dando un efecto pseudo-egipcio. Los chicos de la escuela se reían y me gritaban “¿para qué traes eso puesto, te estás amarrando el cerebro para que no se te salga?” Fue justo en este tiempo cuando aprendí a mantener la boca cerrada. Éste ejercicio de control  aprendido a tan temprana edad, se convirtió en algo a mi favor, cuando comencé a practicar yoga años después en mi vida. Pero, en ese tiempo en particular, la tierra parecía estar desolada, obscura y triste. Sin embargo, los chicos olvidan rápidamente. Se olvidaron de mí y se fueron a otros campos de batalla. Fue ahí donde aprendí la gran lección que dice: “El insulto y el halago son lo mismo”, si uno permanece firme y calmado en el interior.

Mi padre y mi madre eran jóvenes y populares, así que pronto sus amigos y parientes comenzaron a seguir sus pasos hasta Salt Lake City. Con el tiempo, una pequeña comunidad inglesa se formó ahí. Debido a que pasábamos mucho tiempo juntos, el acento británico no desapareció. Aún ahora, conservo un ligero acento inglés. Mis hermanos se estaban adaptando muy bien. Francis tenía once años y Walter, diez, y los dos estaban tratando de ajustarse a las costumbres norteamericanas. “¿Madre, podrías dejar de llamarnos a tomar el té? Los chicos nos preguntan que si eso es todo lo que nos das y, por favor, no nos hagas poner mandiles, los chicos no los usan en América”. De no ser por esos pequeños incidentes, mis hermanos se adaptaron con rapidez.

En cuanto a mí, además de los usuales juegos de niños, las películas gratuitas en el Liberty Park en el verano, el patinaje sobre hielo en el invierno y otras actividades típicas de niños, comencé a desarrollar unas extrañas peculiaridades. Algo estaba ocurriendo en mi interior. Rayos de luces multicolores giraban dentro de mí. Corría a donde estaba mi madre gritándole: “¡Esas luces, esas luces! ¿Qué son esas luces?” Muy calmadamente ella me preguntaba “¿Cuáles luces? ¿De qué estás hablando?” Y con eso terminaba el asunto. Me quedaba preocupada pensando cuándo volvería a sucederme esto. Más adelante, cuando comencé a practicar yoga, me di cuenta de que las luces estaban conectadas con la apertura de los ‘chakras’ o centros nerviosos espirituales que tenemos dentro del cuerpo. Pero en Salt Lake City, en esos tiempos ¿quién sabía sobre los ‘chakras’? Y aún menos en mi familia agnóstica.

De nuevo ese sentimiento interno del pasado se volvía a manifestar. Escuché que mi madre le decía a otra persona “Eso fue antes de que naciera Hilda”. Me negaba a creer que antes de estar en la Tierra, yo no hubiera estado en otra parte. Me volvía loca al pensar en ello. “¡Es imposible que yo no haya estado en alguna parte antes, debo de haber estado en algún lugar! ¿Dónde estaba yo? ¡Díganme, díganme!” La respuesta no existía en la filosofía agnóstica.

Yo participaba en todas las actividades de la iglesia mormona, junto con otros chicos. Mis padres no asistían a la iglesia en términos religiosos, pero sí eran activos colaboradores y prestaban sus servicios como asistentes de las representaciones teatrales. Actividades de esa índole eran esenciales para la vida comunitaria de los mormones, quienes consideraban que el entretenimiento constructivo para los jóvenes era una sólida base sobre la cual se podía edificar una vida espiritual que evitara que se fueran por malos caminos. Mis padres nos dijeron que nosotros podíamos asistir a cualquier iglesia que nos llamara la atención. Desde los cuatro años, yo asistía a la escuela dominical con mi amiguita mormona, María, quien vivía en la casa de al lado.

Salt Lake City, con los Mormones, constituía una atmósfera limpia y saludable en la cual crecer con sus disciplinas religiosas, como lo era la abstinencia de todo tipo de estimulantes, incluyendo el tabaco, así como sus ayunos mensuales. La ciudad giraba en torno a la vida comunitaria formada por vecinos amables y generosos quienes vivían de acuerdo con el mandamiento de amar al prójimo como a uno mismo. Nadie era un extraño. Todos los vecinos eran como “hermanos y hermanas”. Los años que conviví con ellos fueron muy felices y sembraron en mí una profunda gratitud por los muchos amigos que tuve.

Todas las actividades mormonas eran recomendables, excepto una. Cada viernes por la noche proyectaban películas para los niños en la sala de recreo, con las sillas colocadas en filas. A nosotros nos gustaba mucho ir al cine. Nuestros padres nos daban los diez centavos que costaba la entrada para asistir a una sublime tarde de terror. Gritábamos, saltábamos del asiento, nos comíamos las uñas, nos tapábamos los ojos y disfrutábamos la noche. Puedo decir que esto me preparó para la vida. Todo lo demás que se me presentó años después, parecía un juego de niños ­—maya, irrealidad, ilusión. Quizás eso era lo que la iglesia quería, pero aún no sé por qué escogían las series de horror para proyectarlas los viernes por la noche. La función concluía con algo terrible a punto de sucederle a nuestro héroe, colgado de una cuerda justo arriba de un tanque con aceite hirviendo enfrentando al villano corpulento y bigotón dispuesto a cortar la soga. De pronto, la pantalla se apagaba y aparecían estas palabras: “Continuará la próxima semana, ven a ver qué sucede”. Se prendían las luces de la sala y ahí estábamos nosotros, los angelitos de mamá, muertos de miedo, con grandes ojeras y la ropa arrugada, listos para que nos acostaran a dormir. No me imagino dónde estaban los directores de la escuela, quizás tan ocupados en sus reuniones que no se percataban de este tipo de abuso a menores. Nosotros furtivamente nos dirigíamos a casa a través de la oscuridad esperando ver al ‘coco’ detrás de cualquier árbol. Corría sola la última media cuadra antes de llegar a la casa, con la esperanza de no ser apresada. No obstante, el siguiente viernes todos estábamos listos para encontrarnos de nuevo con el terror. En consecuencia, la obscuridad me daba miedo y me mordía las uñas.

Otra preocupación épica de mi niñez fue el tener que pasar frente a la casa del chico vecino, cuando me dirigía a la tienda para hacerle los mandados a mamá. Él me sacaba la lengua y me hacía muecas al pasar frente a su casa. Yo me paralizaba del horror. Esa versión de “El Horror Enmascarado” era nada en comparación con ese vecino. La traía conmigo y yo estaba aterrorizada, turbada, para ponerlo en términos más suaves. Mamá estaba demasiado ocupada en sus reuniones del P.T.A. (Asociación de Padres y Maestros) aprendiendo a cuidar niños, como para darse por enterada. De todos modos, si ella no podía comprender lo de las ‘luces’ y ‘las vidas anteriores’, cómo iba a comprender el asunto del niño vecino malvado. Estaba disfrutando de su nueva vida en América tratando de ser una ama de casa del medio occidente, intentando hacer jalea de frutas que nunca se convirtió en jalea y que nosotros teníamos que comerla, así como enlatando vegetales que no podíamos comer porque se fermentaban. Pero aún así, papá y ella parecían estar disfrutando de la vida. Los vecinos y los miembros de la iglesia se dirigían a ellos como “hermano” y “hermana” Charlton. Fuimos aceptados en la vida de esta comunidad.

A pesar de todo lo ameno, a los ocho años comencé a manifestar serios problemas internos que eran muy reales. El miedo se apoderaba de mí cada vez que el tranvía en el que viajaba, pasaba frente a un edificio grande de ladrillos rojos que tenía un letrero que decía “Instituto del Cáncer”. No sabía qué quería decir la palabra ‘cáncer’, pero me daba pánico, temblaba y cerraba mis ojos, porque no soportaba ver el letrero. No tenía a quien acudir, ya que mi madre había dicho muy casualmente: “Obtendrás aquello en lo que piensas”. Esa observación empeoraba la situación: primero el miedo y después el miedo al miedo. Me quedaba despierta y preocupada por las noches.

Fue entonces cuando me dieron el rol de Juana de Arco en una de las presentaciones al aire libre que mi mamá llevaba a cabo. Fue precisamente en esa presentación que un cambio completo se operó en mí. Cuando estaba parada en el escenario, vi una intensa luz blanca, que parecía como una cinta ancha, descendiendo del cielo y oí claramente una voz que me decía: “Je sui Jeanne d’Arc” (Yo soy Juana de Arco). El rayo de luz me penetró. Y eso fue todo.  Nunca le dije nada a nadie. Ya había sido bastante difícil el tratar de explicar las luces de colores que veía en mi interior. Sin embargo, el cambio en mí fue fenomenal. De una débil y temerosa niña me convertí en una pequeña tigresa. Una sola mirada mía bastaba para que ese odioso y agresivo chiquillo del barrio saliera corriendo despavorido como si yo hubiese tenido una pistola en la mano. Yo misma me asombraba de mi poder.

Me convencí de enfrentar mis miedos y mirar el letrero del cáncer, cada vez que me tocara pasar por delante de él. Lo observaba hasta que se convertía en nada. Mi miedo había desaparecido. Ya ni me molestaba que me dijeran ‘inglesa’. Yo era indomable.

Fue en ese tiempo cuando estaba de visita en la casa de mi amiga Mary, que de pronto me detuve frente a un cuadro que colgaba en la pared. Era la imagen de un hombre muy bello, de cabellera suave color castaño y ojos brillantes, que traía puesto un manto morado sobre una túnica blanca de lino. Él estaba arrodillado, mirando hacia arriba como si estuviese hablando con alguien. Había una luz alrededor de su cabeza. Le pregunté a mi amiga Mary quién era él y me contestó: “Ése es Jesús”. Entonces le volví a preguntar: “¿Y dónde está?” Ella apuntó hacia arriba, al cielo, porque eso es lo que le habían enseñado. Si ella hubiese apuntado hacia su interior, mi búsqueda hubiera terminado y mi vida hubiera comenzado. Pero no fue así, y nos salimos corriendo a jugar a las escondidillas.

Así que Jesús permaneció tras la escena observando y esperando hasta que iniciara mi búsqueda. Pasaron muchos años antes de que esto sucediera. Esa fue una presentación informal y breve a quién sería mi amigo y maestro en la vida.

No sabía quién era Jesús, ni tampoco Juana de Arco. Ni siquiera investigué. Tenía nueve años y la vida era divertida.

Los únicos sueños que tuve de niña fueron a todo color en los que me veía a mi misma danzando. Nunca había visto a nadie bailar, ni sabía qué era, pero eventualmente se convirtió en el medio para llegar a la tierra de mi corazón: La India. Cuando entré a cursar la preparatoria, mi hermano estaba saliendo con una joven llamada Miranda, quien era profesora de ballet. Como yo era algo torpe, él se ofreció a pagarme clases de danza. Yo había soñado que giraba y flotaba en las puntas de mis pies. ¡Algo absolutamente glorioso y divino! Pero no lo fue tanto, cuando comencé mis clases. No podía entender lo que esta mujer, ya mayor (debería haber tenido unos veintidós años), estaba haciendo. Intentaba con todas mis fuerzas seguirla y repetir los pasos que ella hacía. Transcurrió un tiempo antes de que el interés y el entendimiento brotaran en mí. Pero de pronto ya me sentía lista para hacer piruetas y saltar en el aire como lo había vivido en mis sueños. Desafortunadamente, nunca aprendí a saltar seis metros en el aire, por lo que me sentí algo incompetente en mi carrera como bailarina. Es difícil cuando el mundo interno y el mundo externo no concuerdan. A pesar de la actitud crítica que sostenía frente a mi propia manera de danzar, ya que nunca tuve una presentación de primera, precisamente fue la danza la que me llevó por todo el oriente, donde viví en el Hotel Taj Mahal, en casas del gobierno, en conventos y en la YMCA. Pero eso estaba en el futuro. Mientras hubo muchos ‘plié’ y dolor de músculos, antes de que esto sucediera. Pero, como con todo lo demás, lo tomé muy en serio. Me había enamorado: estaba enamorada de Terpsichore, la Musa  de la Danza. Ése era mi único y verdadero amor hasta que me enteré de la existencia Dios años después. Fue entonces cuando comencé a utilizar la danza como medio para glorificar a Dios, fue entonces cuando me di por entero a la danza. A nadie le gustaba estar en las clases conmigo. Mi metas eran saltar más arriba y hacer mis pasos más largos que los demás y sentí que lo conseguía..Plié, eschapé, arabesque, pas-de-chat se convirtieron en mi vocabulario. Las biografías de bailarinas como la de Ana Pavlova, Ruth St. Denis, Isadora Duncan y las historias como las de Martha Graham y Nijinsky se convirtieron en parte de mi vida. Mis piernas siempre estaban arriba de algo estirándose. “Por favor quita tu pierna de la mesa del comedor, Hilda. “Es la hora del té” o “queremos comer”. La danza lo era todo. La vida representaba algo real. Había encontrado un camino.

Mi hermano mayor, Francis, oficial del ejército, decidió en este periodo de formación de mi vida, justo cuando yo estaba recibiendo un sentido interno de fuerza y estabilidad, que era su deber supremo el dirigir mi vida.  Él decidió presentarme a la sociedad.  En verdad puedo decir que traté de reconformarme.

Él formó un cuarteto —¡y qué cuarteto! Este consistía de Francis, May Louise, su prometida, otro soldado joven del ejército y yo. A mí me tocó ir sentada en el asiento de atrás del coche con el joven teniente.  Siempre fui bienvenida en los juegos de los chicos vecinos, incluyendo bote pateado, baseball, y otros juegos, sin embargo, el estar ahí sentada con este desconocido hizo que mi cerebro se congelara. No se me ocurrió nada que decir. Después de una media hora de silencio, logré hacer un comentario épico: “Bonito día ¿no es así?” Luego, mi cerebro se volvió a congelar. ¡Cuánto me alegró que llegáramos a casa! Mi hermano Francis estaba furioso. Tenía una idiota por hermana: “¿No puedes entablar una conversación?”  Desde chica, él me confrontaba y me daba  libros a leer como ‘Los viajes de Gulliver’ de Dickens y obras de Mark Twain.

Éramos muy unidos en mi familia. Nos reuníamos por las tardes y uno leía en voz alta para los demás. Juntos nos moríamos de risa o llorábamos, pero en general nos divertíamos. No obstante, nada de esto me preparó para la aburrida vida social a la que Francis había entrado. Él, sin embargo, me dio otra oportunidad. Iba a haber una cena social en Fort Douglas, en la casa del Coronel. En esa ocasión yo estaba determinada a hacer quedar bien a mi hermano Francis. Me senté al bufete y lo primero que sirvieron fueron ostiones crudos en copas de cristal. Se dice que no hay agnósticos en el campo de batalla, pero en ese momento, tampoco estaba yo. Por primera vez en esta vida, pronuncié el Santo Nombre: “Dios mío ¿qué hago?” Mascullé internamente con la esperanza de que viniera algún poder invisible a rescatarme. No quería hacer quedar mal a mi hermano, pero tampoco podía tragarme los ostiones. Después de mucha deliberación decidí ir en contra de mi vegetarianismo y me metí esa cosa asquerosa en la boca. Traté de tragarla, pero mi garganta no se abría. En mi dilema, accidentalmente pisé el timbre de servicio que estaba en el piso. La esposa del Coronel se dirigió a mí y me dijo: “Le suplico, por favor que quite su pié del timbre de mi sirvienta”. Tragué saliva y por ahí se fue mi ostión. Algo ocurrió mientras bajaba. En ese fugaz momento en el que el ostión tocó fondo, algo me sucedió y decidí ser quien yo era. No podía caminar por donde otros caminaban. Cada uno a lo suyo. Hay suficientes caminos a seguir en la tierra. Y cada camino nos va llevando al espacio de liberación interna, sin embargo, algunos se entretienen y van a dar a un bosque oscuro. Ese día tomé la decisión de seguir la ruta accidentada pero directa hasta la cima de la montaña que me conduciría a mi destino. Ésta fue una decisión mental y todavía necesitaba un mapa para encontrar con rapidez el principio de mi camino. El tiempo volaba y yo ya era una adolescente.

Fue por esta época, cuando alguien convenció a papá, quien trabajaba como agente de bienes raíces para sostenernos, a que entrara en el negocio de la explotación de pozos petroleros en California. California fue el lugar al que ansiábamos ir desde que salimos de Inglaterra, diez años antes. El destino esperado no se había borrado, sino simplemente, demorado. ¡California, para allá vamos!

 

(1) Debido a que la pronunciación del inglés londinense es diferente al del inglés norteamericano, el Sr. Stone entendía papel, en vez de pimienta. En inglés, paper (papel) and pepper (pimienta).

(2) La autora se refiere al catolicismo, cristianismo, judaísmo, islamismo, budismo, etc., cuya terminación es ismo

(3) Bing Crosby fue un cantante muy popular en los años cincuenta, famoso por sus orejas paradas.

 

 

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