Hasta los infiernos por el Cielo

La autobiografía de Hilda Charlton

Capítulo tres

California, La Tierra Prometida

 

         California —¡la tierra prometida! Salimos de Salt Lake City con la misma determinación con la que dejamos Londres. Walter y nuestro padre se adelantaron a fin de hacer preparativos y reunirse con Francis, quien ya vivía allá. Mamá se quedó para terminar unos asuntos. A mí me enviaron por mi cuenta en tren a Los Ángeles.

 

            Poco sabía de lo que me aguardaba en el futuro, pero tenía grandes esperanzas. Todo comenzó de pronto. En el tren, me desperté en la mañana  y estábamos en la tierra de las palmeras donde todo parecía estar cubierto de tonos de verde. El aire era suave, como si se tratara de una extensión de mí misma. Sentí que estaba en armonía con todo lo que me rodeaba. El sol se sentía tibio, gentil y yo estaba en un estado de beatitud.  

Fue entonces cuando sucedió —el tren se descarriló, justo antes de llegar a Los Ángeles. Pero en el espacio celestial en el que me encontraba apenas me di cuenta de lo que había pasado. Permanecí sentada sintiéndome bendecida y mirando el paisaje por la ventana. Entonces noté que el tren  se inclinaba hacia un lado pero nadie se lastimó y el mundo continuaba tranquilo. Luego, dos personas conocidas llegaron. Francis y papá habían estado esperándome en la estación, cuando oyeron las noticias y llegaron en un coche muy preocupados. Francis parecía desconcertado porque yo no estaba alterada. ¿Quién entiende a los mayores? Siempre ponen su atención en lo vacío del vaso, siempre hacen  alharaca por todo.

            Papá y Francis estaban muy emocionados porque querían enseñarme el Océano Pacífico. Salimos de la estación de trenes hacia la playa. Leí que el Pacífico fue descubierto por Vasco Núñez de Balboa. No sé qué reacción tendría el Señor Nuñez de Balboa cuando vio  por primera vez las aguas de ese océano; yo solamente conozco la mía. Me quedé observando las calmadas aguas. Mi papá y Francis estaban parados a ambos lados de mí, sus miradas se dirigían a mí en espera de una reacción. Me dije a mí misma: “Pensé que iba a ser más grande”.

            Francis, quien ya vivía en California, se casó con May Louise, hija de un coronel, cuando estuvo asignado al campamento de Fort Douglas en Salt Lake City como teniente del ejército. Él sólo tenía veintiún años; demasiado joven para casarse. Aún era interesante, pero ya no era divertido. La vida con todas sus responsabilidades lo atrapó demasiado pronto. Él decidió cambiar su nombre legalmente por el de Peter, porque estaba cansado de tener un nombre afeminado y recibir cartas dirigidas a la Srita. Frances Charlton.

Papá se sintió triste por la decisión que Peter tomó. Ernest Arthur Charlton era un idealista y albergaba grandes esperanzas para sus tres descendientes. Ésa es la razón por la que nos había llevado a los Estados Unidos de América que supuestamente nos inspiraría a alcanzar grandes metas. Papá nos nombró: Francis Emerson, Walter Steward y Hilda Martineau. Mi nombre fue estudiado tan cuidadosamente como los de mis hermanos. Me iban a poner Harriet Martineau, como la gran escritora feminista. Pero gracias a que el nombre de “Harriet” estaba de moda entre los vendedores ambulantes de frutas y verduras en Londres, que además lo pronunciaban incorrectamente, mis padres desistieron. Después de deliberar mucho, decidieron ponerme  ‘Hilda’. ¿Fue suerte o fue el destino? Años más tarde, fui al Centro del Brighu Rishi Sastri en la pequeña villa de Hoshiarpur al norte de La India, donde se guardan horóscopos antiguos. Estos fueron escritos hace miles de años por el santo sabio Brighu Rishi.  Contienen eventos detallados de nuestra vida actual. Hasta es factible encontrar nombres en estos antiguos documentos y con suerte uno puede encontrar el propio. Yo tuve esa suerte. Después de buscar en cientos de hojas de pergamino, hallé mi nombre. Ahí estaba: Hilda Charlton. Cuando el horóscopo fue escrito hace más de cinco mil años, ‘Harriet’ no estaba en las cartas. 

La vida continuó en Long Beach, California, igual que en Salt Lake City: me había llevado a mí conmigo misma. Comencé a cursar el primer año de la preparatoria. El pozo petrolero que nos condujo a California se fue desapareciendo. Nos cambiamos a Hollywood, donde fui a la academia ‘Hollywood High’. Papá quedó muy desconcertado después del desastre del petróleo, pero todavía teníamos el cadillac. Yo lo usaba para ir a la escuela e inmediatamente causé una buena impresión con la gente ‘correcta’. En esta ocasión, la alta sociedad se topó conmigo, así que me codeaba en la escuela con ‘el grupo’. Eso quería decir que me podía detener y conversar con ellos durante la comida. Fui aceptada en Hollywood. Nunca se enteraron de lo pobres que éramos.

En esta escuela me enteré que solamente los estudiantes del último año podían asistir a las clases de danza. Eso hizo que me presentara en la oficina del director como si fuera Juana de Arco subiéndome al podio y dando un apasionado discurso de las razones por las cuales esa regla  debería ser anulada en mi caso. “Señora Bryant, la escuela debería proporcionarnos una verdadera preparación para enfrentar la vida. Como voy a ser bailarina, me deberían dar la oportunidad de tomar clases avanzadas de danza”. Ella se quedó observándome por encima de sus lentes, se sonrió y sin decir una palabra escribió una nota. “Llévale esta nota a la maestra de danza”, me dijo. Me di cuenta que me había salido con la mía; fui admitida en la clase. Con mucho trabajo, entusiasmo y determinación logré que me colocaran en la primera fila. Pero la gloria no duró mucho. Al terminar el curso nos cambiamos a Berkeley. California del Norte se convirtió en nuestro hogar por muchos años.

Me registraron en Berkeley High. No fue nada del otro mundo. El cambio consistió solamente en trasladar mi cuerpo de una escuela a la otra. Me di cuenta de que los adolescentes eran adolescentes, ya fuese en Salt Lake City, Long Beach, Hollywood o Berkeley. Me matriculé en todas esas asignaturas que lo ayudan a uno en la vida diaria: manufactura de artículos de cuero, alfarería, joyería, métodos para estampar o adornar telas, etc. Llegué a mi casa con bolsas, platos, anillos… justo lo que se necesitaba. Mi entusiasmo invadía el lugar. Las coloridas telas teñidas, colgaban por todas partes, hice lámparas, cojines, cortinas o lo que se me ocurriera. La familia comenzó a hartarse de las decoraciones. Mi padre le preguntó a mamá por qué tenía yo que colocar todo eso en la casa y mi hermano Walter le pidió que me pusieran un alto, porque ya sus amigos creían que la casa era una tienda de objetos de arte.

La danza era como un oasis en medio de lo que ocurría a mi alrededor. Me acordaba del gran consejo de Peter: “No te quedes parada a la orilla de de la vida —salta y échate a nadar”. A mí no me parecía que él hubiese nadado muy lejos. Era un hombre joven muy atado al matrimonio, con un bebé en camino. Miré a ver si podría saltar, pero no parecía encontrar oportunidades —¡ningún océano!  Sólo había pequeños hoyos de lodo.

En cierta ocasión, en una fiesta, un joven me invitó a salir, pero antes de que la fiesta terminara se me acercó y me dijo que había cambiado de opinión. La cita fue cancelada. Esta fue la cita más corta de la historia,  podría haber sido publicada en ‘Aunque usted no lo crea’ de Ripley. Me daba la impresión de que había un poder invisible guiando mi vida y escogiendo a mis amigos y a mis actividades. Nosotros vivíamos en los cerros que estaban cerca del campus de Berkeley y varios amigos al pasar frente a la casa tocaban el claxon. Yo salía y platicaba con ellos, pero eso era todo. Nunca me invitaron a salir. Al parecer les caía bien a todos y me consideraban una chica interesante. Era popular, pero siempre se guardaba una distancia. Pasé por todo esto como si estuviese flotando, sin preocuparme. Estaba todavía en la preparatoria, pero simplemente estaba como suspendida en el aire. No estaba fuera de la corriente de la vida, pero apenas la tocaba. Me daba la impresión de que todas mis compañeras tenían  novio. Incluso las parejas de novios me invitaban a salir con ellos y nadie objetó sobre esto. Les caía muy bien a las mamás. “Confiamos en Hilda”, decían. Era algo así como una chaperona de diecisiete años.

Eventualmente me gradué de la preparatoria Berkeley High. El vestido de graduación era una prenda insípida blanca de voile.  Parecíamos un grupito de ángeles de medio pelo. Papá me regaló un reloj pulsera por mi graduación y ese capítulo terminó.

Una vez, viajaba en el ómnibus con una de mis compañeras de clase. Era una chica de color. En ese tiempo nunca me habría atrevido a llamar a mi amiga como ‘negra’. ‘De color’ era el término correcto y aún lo es. Le pregunté entonces que iba a hacer ahora que se había graduado. Hubo un momento de silencio y con una voz nada segura me respondió: “¿Qué podría yo hacer? ¿Qué oportunidades hay para mí?” Eso me hizo abrir los ojos, porque en sí, no me había percatado a fondo de la diferencia tan grande que existía entre negros y blancos. Esto fue mucho antes de que Martin Luther King sacrificara su vida por la justicia y los derechos de los negros. Ese momento en el ómnibus se me quedó grabado para siempre. Viví en el oriente durante más de dieciocho años, y es como si hubiera perdido mi identidad de ser blanca en un mundo de piel obscura. En cambio, ella era negra en un mundo de blancos. La India es un país más bondadoso que los Estados Unidos.

Poco después de mi graduación regresé a la tierra de los mormones para ir a la Universidad de Utah. El poder invisible que estaba cuidando mi vida —el cual pensaba yo que era ‘suerte’, debe haber sido el autor de este plan, puesto que me tocó quedarme con la ex­-novia de mi hermano Peter quien fuera profesora de danza. Además de contar con techo y comida, podía tomar diario lecciones gratuitas. 

Adoraba el tiempo que le dedicaba a la danza, de otra manera me hubiera parecido muy aburrida la universidad. La única materia que pensé  que me serviría de algo, en el corto tiempo que estuve en la universidad, fue el francés. Cuando fui a París, podía ir a los restaurantes y decir con aplomo: “Légumes, s’ilvousplâit” y me servían un plato de vegetales.

La danza era otra cosa. Durante las clases hacíamos ejercicios con la música de Chopin, bailábamos los valses de Strauss, montábamos coreografías con la música de Schubert y de Mozart. Al entrar en el estudio de danza cada mañana, ponernos en fila y escuchar la música clásica mientras nos balanceábamos y hacíamos un pliéd, rondes-de-jambes, arabescos, tours-de-jour, imprimió en mí un banco de gratos recuerdos que me facilita el volver a sentir esos momentos.

Una agrupación de jóvenes de la escuela me invitó a un partido de futbol con la intención de ‘sondearme’. A la mitad del juego les dije que me disculparan, pero que tenía que asistir a una clase de danza. Y con esas palabras me levanté y me fui. Todavía puedo recordar sus expresiones.

La única impresión que causé en la universidad fue cuando gané en un concurso de ballet. Salió en los encabezados del periódico universitario. Los estudiantes me felicitaban cuando iba caminando por los pasillos. “¿De qué están hablando?” Pregunté esto, porque todavía no había visto el periódico. Creí que nadie estaba enterado de que yo asistía a esa universidad. Aparte de ese incidente nunca pasó nada, excepto una vez,  justo antes de un examen final que era de contestar “si” o “no”. Se me acercó un hombre y me dijo: “Me rascaré un oído cuando la respuesta sea ‘si’”. No podía creerlo, él nunca me había dirigido la palabra antes y nunca lo hizo después. Debió notar mi perplejidad. Me hizo sentir que la vida era generosa.

Las respuestas de ‘sí o no’ en ese día de los exámenes finales no tenían mucha importancia para mí, puesto que ya había decidido dejar los estudios al final del semestre. Nunca regresé a ver las calificaciones ni a  saber si había pasado de grado. Vi la futilidad de ir a la universidad. Desde mi punto de vista, sentía que los estudiantes estaban ahí pasando el tiempo —por lo menos eso era lo que yo estaba haciendo. Dejé la escuela y me quedé en Salt Lake City estudiando danza hasta que mi padre se enteró y me hizo regresar a Berkeley.

De regreso en Berkeley, comencé a dar clases de danza y continué tomando clases. Mi madre se las había arreglado para que yo pudiera tomar lecciones con una instructora francesa llamada Mme. Eracle. Me volví a conectar con mis viejos amigos. Nos reuníamos en grupo todos los fines de semana, comíamos espagueti y escuchábamos los partidos de futbol. En esa época conocí a Gardner, un universitario graduado a quien le gustaba la poesía, el arte y la música. Me era muy fácil conversar con él y pasábamos horas tomando el sol y hablando de filosofía. Empecé a disfrutar las horas que pasábamos juntos platicando. Parecía ser una amistad fácil, ya que, mentalmente, teníamos mucho en común. Una noche me invitó a cenar en su casa. Me agradó el poder llegar a conocerlo mejor. El grupo estaba convencido de que llegaríamos a ser pareja. Fui a la fatal cena. Su hermana había salido fuera de la ciudad y el escenario estaba listo para una velada íntima. Allá arriba, sin embargo, tenían otro plan. Dios escogía a mis amigos y Gardner no aparecía en la lista. Desde el momento en que entré en la habitación, me tomó en sus brazos y algo le sucedió. Todos sus deseos terrenales desaparecieron. Él, sin quererlo, se convirtió en un renunciado ‘brahmacharya’. (1)  

Su recién estrenada pureza lo asustó. Cambió de la noche a la mañana. De ser un seductor con las mujeres, dejó el alcohol, puso su vida en orden y eventualmente se casó, tuvo hijos y se convirtió en un importante hombre de negocios. Dios y su servidora, somos definitivamente mejores que el Ejército de Salvación (Salvation Army) para salvar almas y evitar que la gente cometa pecados.

La noche de la cena, Gardner consideró que era demasiado tarde para que me regresara a casa, por lo que me quedé a dormir en el sofá y a la mañana siguiente me acompañó a tomar el autobús. Y ¿quién estaba sentada en ese autobús? ¡Mi madre!  A las ocho de la mañana, por lo regular ella escuchaba su programa de radio favorito. Ésa mañana, sin embargo, se le había ocurrido dar un paseo en camión. “¿Qué haces en este autobús, Hilda?” Me preguntó extrañada. Pensé rápidamente y le contesté: “Vengo de la casa de Mae”. Mamá pensó un momento. “Pero Mae vive en la dirección opuesta”. “¡Ah!  Es que vine en la dirección opuesta para caminar más”. Y fue el caminar en dirección contraria lo que me condujo a Dios. Gardner eventualmente se salió del grupo y sólo lo vi una vez más. Hasta entonces Dios me había dejado la puerta abierta para salirme algo de mis límites, pero no para perderme. Gardner estaba en mi mente, no había sabido ni oído nada de él por algún tiempo. Fui a San Francisco y llegué a las cinco de la tarde, o sea, a la hora de salida de todas las oficinas de negocios. Miles de empleados caminaban rápidamente por  las calles en dirección a Market Street para abordar los sistemas de transporte que los llevarían a sus casas. Los veía como si se tratara de un océano de caras que se dirigían a mí. Yo era la única que iba caminando en sentido contrario. Luché contra la multitud y en medio de todo esto vi una cara conocida, la de Gardner. Era imposible que nos pudiéramos comunicar. Todo lo que alcancé a oírle decir fue: “¿Qué haces en esta multitud a esta hora”? Y los dos fuimos empujados en diferentes direcciones, hacia nuestros propios destinos. En medio de ese turbulento gentío, me tocó oír mi voz interna por segunda vez. La primera ocasión fue cuando tenía nueve años, y escuché: “Yo soy Juana de Arco”. Esta vez oí una voz masculina, clara y fuerte: “De hoy en adelante caminarás sola en sentido contrario a las masas”.  Esa fue la última vez que vi a Gardner.

Recibí una carta de dos amigas artistas, Wilma y Thelma, a quienes conocí en Long Beach durante mi primer año de preparatoria. Ellas me sugirieron que viajara en avión para vernos de nuevo. Esto coincidió con la oportunidad de asistir a audiciones para poder participar en espectáculos de danza en Hollywood. Ellas vivían con su familia en la ciudad de Compton, en California. Al igual que en la obra de teatro ‘El hombre que vino a comer’ (..y que nunca se fue), me quedé a vivir con ellas seis meses. Fue un tiempo libre y glorioso. Me ganaba la vida danzando. Nos dábamos baños de sol, jugábamos, reíamos y disfrutábamos de una vida simple. Su casa era sencilla y estaba en medio de la nada, rodeada de un huerto de verduras tipo japonés que despedía un fuerte olor a fertilizante.  Pero a nosotros no nos importaba nada, éramos jóvenes y éramos artistas.

Surgió la oportunidad de danzar en Hollywood en una de esas ‘fabulosas’ presentaciones en las que van llegando las estrellas iluminadas por los reflectores y los flashes de las cámaras. Yo había estado sin hacer nada, dándome baños de sol y simplemente disfrutando de la vida, pero verdaderamente necesitaba ganar dinero. Me encontré con una vieja amiga y decidimos compartir un cuarto en Hollywood mientras ella hacia audiciones para participar en películas y yo ensayaba danza. Aún antes de que Dios entrara conscientemente en el cuadro, me las arreglaba encontrando soluciones a los problemas de la vida. Kay no tenía dinero para ensayar con un pianista, pero se me ocurrió como podía hacerlo con acompañamiento gratis. Me dirigí al pianista que trabajaba en una tienda de instrumentos musicales y le pedí que tocara la canción que Kay planeaba cantar en su audición. Ella se paraba en una esquina de la tienda y cantaba la pieza suavemente sin que nadie se diera cuenta de lo que estaba haciendo. Después, íbamos a otra tienda y hacíamos lo mismo hasta que sentimos que había ensayado lo suficiente.

El día del estreno de mi espectáculo en el Gruman’s Chinese Theater de Hollywood, debería haberme sentido glamorosa, gloriosa, maravillosa, pero Kay y yo estábamos en bancarrota. Decidimos que yo asistiría al ensayo general con vestuario y ella iría mientras tanto, a comprar una pequeña barra de pan de diez centavos para que comiéramos las dos. Todavía nos quedaba una lata de frijoles para completar nuestra cena. Además de eso, yo contaba con lo suficiente para mi viaje de regreso en camión. Ella me acompañó a la parada y con la prisa, se le cayeron los diez centavos en el lodo. Cuando el camión arrancó, pude verla buscando en el suelo la moneda, que por cierto, nunca encontró. Me pasé el día entero ensayando y la directora me dijo: “Ve y disfruta una buena cena y regresa a tiempo para el gran estreno”. Me habría conformado con una bolsa de cacahuates. Me fui caminando las tres millas a casa, estaba hambrienta y cansada. Cuando llegué a mi cuarto, me encontré con una canasta grande. Me la enviaron mis amigas Wilma y Thelma con una nota que decía: “Feliz noche de estreno, nos pareció que esto te gustaría más que flores”.  La canasta rebosaba de todo tipo de alimentos. Mis amigas artistas ignoraban que estaba en bancarrota, pero, allá arriba, alguien lo sabía.

Cuando fui a ver a mis amigas Wilma y Thelma, algo fuerte estaba por suceder. Llegaron de visita dos de sus amigos que eran videntes. Estaban leyendo la palma de mi mano cuando comenzaron a hacer todo tipo de exclamaciones de sorpresa. No sabía de qué se trataba, pero intenté entenderlos. Comenzamos un juego que estaba a punto de cambiar toda mi vida. El juego consistía en que una persona salía de la habitación y los que se quedaban escogían un objeto. La persona regresaba a la habitación y trataba de adivinar cuál era el objeto seleccionado, apuntando a uno o a otro. Era un juego totalmente infantil, pero me di cuenta de que yo podía entrar e ir directamente al objeto que había sido escogido.  Nos pasamos la tarde haciendo esto, pero tuvo un efecto desastroso en mí. Lo que mi espíritu había mantenido guardado mientras crecía, esas luces que giraban en mi interior que conocí a los cuatro años, de repente se abrió. Al día siguiente, no podía enfrentar el mundo. Me abrí al mundo psíquico demasiado rápido; fue como si un velo se hubiese rasgado, dejando al desnudo mi ser interior. Renuncié al show de Hollywood. Mi madre me había escrito constantemente: “¿Cuándo regresas a casa, hija mía?” Decidí que la hora había llegado. Me fui a casa en medio de una gran perturbación interna. La inalterable y serena Hilda ya no existía.  De ahí en adelante fue un tiempo de prueba y error.

El 3 de julio, fui a la playa a nadar y a visitar a unos amigos, cuando recibí una llamada telefónica: “Hilda, regresa a casa, tu padre está enfermo”. Corrí a casa y en seguida me di cuenta de que el mensaje había sido escrito con el propósito de suavizar el impacto. Mi padre había muerto.  Aunque ambos eran agnósticos, esa mañana se sentaron juntos y entonaron una infinidad de cantos religiosos. Papá se quedó dormido mientras mamá preparaba la comida. Ella fue a la recámara para avisarle que la comida estaba lista. Lo llamó varias veces sin recibir respuesta. Se dio cuenta de que se había ido. “Papá, no puedes dejarnos de esa forma”, gritó desesperada. Su alma regresó por unos segundos y sus ojos se abrieron y cerraron varias veces. Ella llamó a una ambulancia y le pidió a mi hermano Walter, que lo acompañara en la ambulancia y le masajeara el área del corazón. Entonces, el destino entró en acción, el vehículo se volcó. Nunca llegó al hospital. Fue un gran padre, y sin él quedamos solos por nuestra cuenta.

Los tres días que tuvimos que esperar para que se llevara a cabo el sepelio, fueron agotadores. En ese entonces, no creíamos en la vida después de la muerte y por lo tanto, no había forma de consolarnos. Nos preguntábamos los unos a los otros cómo le hubiera gustado a papá que fuera su funeral. Decidimos que el teatro había sido lo que más le gustaba, por lo tanto fuimos todos a una función, incluyendo a mamá. En ese tiempo, yo pensaba que los funerales eran paganos. Fui a la funeraria, vi a papá, le pasé la mano por su suave cabellera. No hablé ni le dije nada, porque sentía que todo había terminado. No lloré, me mantuve estoica. Mi conciencia no se sentía clara. Yo era joven y no había aprendido a vivir en la bondad, porque en ocasiones había sido egoísta y no conocía ese sentimiento de haber hecho “lo mejor que pude”, que experimenté cuando murió mi madre. Tenía ganas de destrozar paredes internas, pero no había paredes que pudiera golpear, solo espacio por llenar. Mi madre, más adelante, me enseñó a vivir cada momento como si fuera el último y entonces no habría más arrepentimientos. Me decía: “Sólo pasas por ahí una vez y ese momento exacto nunca se repite”. Después de la muerte de mi padre, mamá parecía estar muy serena y suave. Tuve que preguntarle: “Mamá ¿cómo es que has estado tan tranquila y pacífica últimamente? ¿Qué es lo que lo ha causado?” Me contestó: “Lo peor que me podría suceder en esta vida era la muerte de tu padre, ¿por qué voy a permitir que algo más me agravie ahora?” No era que ella no tuviese sentimientos o hubiese entrado en un vacío. Fue una entrega total a la vida lo que le trajo la paz.

Hubo cambios. Mi madre, mi hermano Walter y yo nos cambiamos a Oakland, California, donde mi madre siguió los pasos de mi padre. Hizo el examen para acreditarse como corredora de bienes y raíces y obtuvo su licencia. A mí me estaba costando trabajo entrar en un orden. La Tierra se me hacía muy extraña. No sabía todavía nada sobre el yoga, las sutilidades de la mente, ni del ser interno.

Se me ocurría ir a la ciudad de San Francisco en el ‘ferryboat (2), pero nunca entraba a la ciudad, simplemente tomaba el ‘ferry’ de regreso. Mamá me veía regresar a casa y preguntaba desenfadadamente: “¿Tan rápido de regreso querida?” Ella sabía cómo manejar mi idiosincrasia. Siempre estaba de buen humor. Me acostaba en mi recámara y pensaba: “Si alguien no entra en este cuarto pronto, me voy a morir”. Nunca se me ocurría que podía levantarme y buscar a alguien en la casa. Mamá pasaba y decía: “Hija, luces mucho mejor hoy, ni siquiera tus uñas están azules”. Yo me veía las uñas y me animaba. Ella conocía el arte de lo positivo.

Alguien nos sugirió ir a una clínica gratuita en San Francisco. Los doctores no encontraron ningún mal físico en mí y me enviaron con el psiquiatra. Tuve tres sesiones con él. En la primera le hablé de mí, en la segunda, me preguntó cómo estaba y en la tercera, me pidió que me recostara. Puso sus manos en la parte superior del pecho y me mostró como aspirar desde mi abdomen. Dijo que mi respiración no tenía profundidad y que tenía que aprender a respirar correctamente, como si acabara de nacer. Este doctor encontró la causa de mi stress.

Al abrirse abruptamente lo psíquico en mí, se impidió que se dieran cambios naturales en mi cuerpo. La respiración profunda regular era lo que necesitaba, porque era la preparación para el nuevo tipo de vida que había comenzado. Las palabras de despedida del doctor fueron: “¿Estaría usted dispuesta a regresar y mostrarle sus habilidades psíquicas a un grupo de doctores?” ¿Habilidades psíquicas? No pude entender lo que me dijo. Pero sí me daba cuenta de que me sentía mejor e hice los ejercicios de respiración. La vida adquirió un nuevo significado. He observado como muchos entran a un nuevo tipo de vida, a la vida espiritual, cuando lo anterior se cae por completo y la vida de antes parece fallar. Eso es el periodo de transición.

Dios formalmente se presentó a Sí Mismo en esos momentos. Sucedió en forma extraña. Tuvimos un perro policía grande que traía nuestra dirección en el collar. Un día, una señora nos lo trajo de vuelta a la casa y se presentó a mi madre como maestra de metafísica. La invitó a una clase del Bagavad-Guita (3). Con la ausencia de papá, se sentía libre para incursionar en el mundo espiritual, siempre y cuando sus hijos no se enteraran. Así que comenzó a asistir furtivamente a esas clases. Fue durante la cena de Thanksgiving(4) que descubrimos la vida secreta de mamá. Estábamos todos sentados alrededor de la mesa junto con algunos invitados. Mamá, de pronto, miró su reloj, se levantó de la mesa y dijo: “Por favor perdónenme, pero tengo que estar en un cierto lugar a esta hora”. Se dio la media vuelta y salió. Nos quedamos perplejos mirándonos unos a otros. “¿A dónde se fue mamá? ¿Cómo se atrevió a levantarse de la mesa sin que hubiéramos terminado? ¿De qué se trata esto?”

La Sra. Enright, la dama que daba las clases, había puesto a sus estudiantes en orden. “El Día de acción de gracias no es nada, si uno está realmente interesado en Dios y en la verdad. Uno dejaría ese día e iría a la clase”.

Días después, mi madre me dijo que se iba a impartir una clase en nuestra casa. Dijo que había un maestro del oriente que pasaría por Oakland en su camino a Inglaterra y que estaría presente en la clase. Me dijo también que podía yo asistir en caso de estar interesada. Estaba yo a punto de saltar al torrente de la vida, pero no al que mi hermano pensaba.  Fui a la clase.

La vida empezó para mí; la vida para la cual había venido a la Tierra: verdad – libertad – liberación – Dios. Mi corazón aún salta de alegría al recordar esos días; días de lucha, días de búsqueda, noches de meditación sin poder dormir. En ese tiempo estaba al principio del camino que me llevaría por encima de casi todo el mundo y a las alturas del universo.

Es la hora de buscar cuál es la gloria. Y cuando has llegado, la carga comienza —la carga de la responsabilidad y del servicio. El tiempo de búsqueda es de alegría y expectación.

 

(1) Término hindú que designa a las personas que han renunciado a los placeres del mundo.

(2) Embarcación especial que cruza la bahía

(3) Libro sagrado del conocimiento hindú.

(4) Día de acción de gracias que se celebra en los Estados Unidos.

 

 


Volver al Indice de Hasta los infiernos por el Cielo   

 

Principio

 

Introducción

 

Enseñanzas de Hilda   Acerca de Hilda

 

Acerca de Lionel

 

Enseñanzas de Lionel

 

Artículos de otras fuentes  

Correo