Extractos de las lecciones de Lionel de los días 12 y 14 de Diciembre de 2004

 

RECONOCER LO QUE ES (O LO QUE UNO SABE) Y ALABAR A DIOS POR ELLO

 

12 de Diciembre 2004

 

Después de que uno lleva algún tiempo, y váyase a ver cuántas vidas, en esto que le llaman búsqueda, pero que en sí no es más que un lento despertar del entendimiento, pasa uno ese estado de ‘qué es bueno y qué es malo’, ‘qué se condena y qué se condona’ según sus propias experiencias y lo que ha oído y se enfoca más a la  verdad absoluta que sólo se puede encontrar internamente. Pero no sin antes llegar al conocimiento y la aceptación de que no sabe.   En Confesiones de San Agustín he visto una  de las pocas referencias que se hace en los escritos religiosos al Dios Interno, o por lo menos yo lo entendí de esa manera y lo expone de esta forma, ya que  el libro entero es una plática en la que él se dirige a Dios:

 

“Yo no sería, absolutamente no podría ser si Tú no estuvieras en mí. O, para decirlo mejor, yo no existiría si no existiera en Ti, de quien todo procede, por el cual y en el cual existe todo. Así es, Señor,  así es. ¿Y cómo entonces invocarte, si estoy en Ti? ¿Y cómo podrías Tú venir si ya estás en mí? Y ¿Cómo podría yo salirme del Cielo y de la Tierra para que viniera a mí mi Señor, pues el dijo: ‘Yo lleno los cielos y la tierra’?”

 

Un capítulo más adelante, San agustín  dice:

 

“Pero Tú que todo lo llenas ¿lo llenas en la totalidad de Ti?

Las cosas no te pueden  contener  todo entero ¿Diremos que sólo captan una parte de Ti y que todas toman esa misma parte? ¿O que una cosa toma una parte de Ti  y otra, otra; unas una parte mayor y otras una menor?

“Habría que decir entonces que Tú tienes partes, y unas mayores que otras. Pero eso no puede ser. Tú estás en todas las cosas; estás en ellas de una manera total; y la creación entera no te puede abarcar.

“Sumo eres y no admites mutación. Por ti no pasan los días, sin embargo pasan en Ti, porque Tú contienes odas las cosas con todos tus cambios. Y porque Tus años no pasan (Salmo 101,28). Tú vives en un eterno Día,  en un eterno Hoy. ¡Cuántos días de los nuestros y de nuestros padres han pasado ya por este Hoy tuyo, del que recibieron su ser y su modo; y cuántos habrán de pasar todavía y recibir de él la existencia? Tú eres siempre el mismo (Salmo 101,28); y todo lo que está por venir en el más hondo futuro; y lo que ya pasó, hasta en la más remota distancia, Hoy lo harás, Hoy lo hiciste.”

 

Como ustedes podrán ver, no hay cristiano, ni judío, ni budista, ni musulmán, ni hindú que pueda negar esto. Como tampoco podrían negar lo que sigue:

 

“¿Y que más da si alguno no lo entiende? Alégrense cuando pregunta: ¿Qué es esto? Porque  más le vale encontrarte sin haber resuelto tus enigmas,  que resolverlos y no encontrarte.”

 

Antes que esto, el Santo hace otras observaciones o reflexiones. Todo lo que piensa o descubre lo dice como si estuviera platicándole a Dios – ¿o es que se lo está diciendo a sí mismo?

 

“¿Qué es lo que pretendo decir, Dios y Señor mío, sino que ignoro cómo vine a dar a ésta que no sé si llamar vida mortal o muerte virtual? Y me recibieron los consuelos de tu Misericordia, según lo oí de los que me engendraron en la carne; esta carne en la cual Tú me formaste en el tiempo; cosa de la cual no puedo guardar recuerdo alguno.

“Recibiéronme pues las consolaciones de la leche humana. Ni mi madre ni mis nodrizas llenaban sus  pechos; eras Tú quien por ellas me dabas el alimento de la  infancia, según el orden y las riquezas que pusiste en el fondo de las cosas. Don tuyo era también el que yo n deseara más de lo que me dabas; y que las que me nutrían quisieran darme lo que les dabas a ellas. Porque lo que me daban, me lo daban llevadas del afecto natural en que Tú las hacías abundar; el bien que me daban lo consideraban su propio bien. Bien que me venía no de ellas, sino por ellas, ya que todo bien  procede de ti. Todo esto lo entendí más tarde por la voz por que me hablabas por dentro y por fuera de mí. Porque en ese tiempo yo no sabía otra cosa que mamar, dejarme ir en los deleites y llorar las molestias de mi carne. No sabía otra cosa. Más tarde comencé a reír, primero mientras dormía y luego estando despierto. Así me lo han contado, y lo creo por lo que vemos de ordinario en los niños."

“Poco a poco comencé a sentir en dónde estaba y a querer manifestar mis deseos a quienes me los podían cumplir;  pero no me era posible, pues mis deseos los tenía yo dentro, y ellos estaban afuera y no podían penetrar  en mí. Entonces agitaba mis  miembros y dama voces para significar mis deseaos, los pocos que podía expresar, pero que no resultaban fácil de comprender. Y cuando no me daban lo que yo quería, ya fuese por no haberme  entendido o para que no fuera a causarme  daño, me  indignaba de que mis mayores no se sometieran y de que los libres no me sirvieran; y llorando me vengaba  de  ellos. Más tarde  llegué a saber que así son los niños; y mejor me lo enseñaron ellos, que no lo sabían, que no mis mayores, que sí lo sabían. Y así, esta infancia mía, ha tiempo que ya murió, y yo sigo viviendo.”

 

Después de unas líneas de alabanza  a Dios y de descripción de la naturaleza Divina en la que se encuentran todas las respuestas, Agustín pide una aclaración muy interesante que expresa así:

 

“Dime, Señor misericordioso, a mí tu siervo que te lo suplica, si mi infancia sucedió a otra edad mía anterior. ¿Sería el tiempo que pasé en el seno de mi madre? Pues de ella me  han dicho muchas cosas, y he visto también  mujeres preñadas.

“¿Qué fue de mí, Dios, antes  de eso?  ¿Fui alguien y estuve en alguna parte? Porque esto no me lo pueden decir ni mi padre ni mi madre, ni la experiencia de otros, ni mi propio recuerdo. Acaso Te sonríes de que Te pregunte tales cosas, Tú que me mandas reconocer lo que sé y alabarte por ello.”

 

14 de Diciembre 2004

 

A una hora y media del comienzo de esta reunión, comencé a escribirles lo que quiero presentarles, pero todo lo que tengo en mente, que aparenta ser muy claro para mí, se convierte en un torbellino de palabras de donde tengo que escoger para presentar las ideas de la forma más concisa y más fácil de comprender. Pero ¿cómo puede hacerse fácil de comprender algo que yo mismo no puedo poner en orden?

Leí dos páginas de Las Confesiones de San Agustín y me sentí abrumado. Comencé a revivir mi infancia, mi puericia y los principios de mi adolescencia como una cinta cinematográfica a una velocidad enorme en que lo podía ver todo pasar ante mí. Dicen aquellos que creen que han experimentado la muerte que uno ve al morir toda su vida pasar en cuestión de segundos. Me imagino que si es verdad ha de ser algo por el estilo de lo que acabo de presenciar.

Las explicaciones de San Agustín de su niñez, sus observaciones y sus reacciones es algo con lo que todos nos podemos identificar. Yo, en lo particular, recuerdo haber recurrido a Dios a una muy temprana edad. En mi caso no era por santidad sino porque sentía que la vida era un laberinto de situaciones y emociones con las que no podía lidiar. Me daba pánico crecer porque no entendía las complicaciones en las que se metían los adultos. Mi familia, como todas las familias, tenía sus rarezas, pero luego comprendí que no eran rarezas porque el mundo en realidad era así, por lo que sentí aún más pánico. A mí nunca me pegaron de chico, ni siquiera un manotazo, por lo tanto, no era eso lo que me asustaba. Era más bien el trato de unos hacia los otros lo que me estaba dando un avance de lo que yo tendría eventualmente que enfrentar. Lo siguiente ocurrió cuando era yo muy pequeño porque en la casa en que sucedió sólo viví hasta que tenía unos 8 años o quizás aún menos. La leche la traían los lecheros de noche y la vaciaban en una hoya de metal que uno proveía. De ahí pasaba a la cocina, la hervían y la dejaban fuera toda la noche para que estuviese fresca ya que no había refrigerador. Esta noche en particular estaban preparando las lámparas de aceite porque estábamos en peligro de que pasara un ciclón en un par de días. Estaba la familia en el comedor que le seguía a la sala y que no era el que usábamos de diario. Llegó la leche y pusieron la olla sobre la mesa donde estaban trabajando con las lámparas de aceite. No sé que sucedió si una de las lámparas se volteó o algo por el estilo, pero, de pronto, había una gran llamarada sobre la mesa de caoba y mi abuela, en pánico, usó la olla de leche para apagar la llamarada ante el asombro de los que estaban presentes. A mí se me hizo una muy buena idea, yo tenía un gran privilegio por mi abuela y sabía que era la persona más inteligente que yo conocía, sin embargo todos los presentes se le vinieron encima con críticas negativas porque se habían quedado sin leche para el desayuno.  Yo diría que se era asunto de escoger entre la mesa y el desayuno, me quedaría con la mesa. No entendí la reacción tan negativa de los que estaban presentes porque si no se apagaba la llamarada con la leche, con  qué se iba a apagar, no había ninguna llave de agua cerca y también habría que haber ido ala cocina a buscar algún recipiente. Imagínense la impresión de la estupidez de los presentes cuando yo todavía me acuerdo sesenta años después. Ese fue uno de los tantos detalles que me hicieron sentir que iba  a necesitar mucha ayuda para poder vivir en este mundo. El mundo que estaba en mi cabeza y el mundo en que estaba viviendo eran dos sociedades completamente diferentes. La única que tenía un poco más de sentido era mi abuela Adelfa. En cuanto descubrí que Dios y los santos y los ángeles me podrían ayudar me comencé a dirigir a ellos para todo.

 

Hay un delicioso capítulo en el que Agustín cuenta cómo aprendió a hablar. Quiero disfrutarlo con ustedes, dice así:

 

“De la infancia pasé pues a la puericia; o por mejor decir, la puericia vino a mí sucediendo a la infancia. Y sin embargo, la infancia no desapareció: ¿a dónde se habría ido? Pero yo no era  ya un infante incapaz de hablar, sino un niño que hablaba. Esto lo recuerdo bien, así como advertí más tarde el modo en que había aprendido. Mis mayores no me enseñaban proponiéndome ordenadamente las cosas, como después aprendí las letras; sino que con la mente que diste, Señor, y mediante voces y gemidos y con movimientos varios trataba de expresar mi voluntad. No podía expresar todo lo que quería, ni a todos aquellos a quienes lo quería expresar. Cuando ellos mentaban alguna cosa y con algún movimiento la señalaban, imprimía con fuerza las voces en mi memoria, seguro de que correspondían a lo que ellos con sus movimientos habían  señalado.

“Lo que ellos querían  me lo daban  a entender sus movimientos- La expresión de su rostro, las mociones de los ojos y de otros miembros  del cuerpo,  el sonido de la voz al pedir o rechazar o hacer algo son como un lenguaje natural de todos los  pueblos, indicativo de las afecciones del ánimo.”

 

Curiosamente, esto es algo que volvemos a considerar de nuevo después de años de experiencia de tratar con los seres humanos de la tierra. Ya no sólo nos llevamos por sus palabras sino por el grado de sinceridad que haya en  ellas. Aprendemos a observar sus ojos, su lenguaje corporal y captar su tasa vibratoria mientras nos habla. Nuestro plexo solar responde a todo esto, pero no siempre sabemos percibir lo que estamos recibiendo.  Es por eso es tan difícil mentir para los que no están acostumbrados a hacerlo y es tan difícil engañar a los que se entrenan a detectar porque a veces aun cuando la persona cree que está diciendo la verdad, no la está diciendo. Es razonablemente increíble, pero una persona puede convencerse tanto a sí mismo de que está diciendo la verdad, sin ser esa la verdad, que no puede entender por qué no le creen. Por supuesto, es totalmente imposible hacerle ver que se está engañando a sí mismo.

Algo que los seres humanos tenemos que aprender es a reconocer cuando nos estamos engañando a nosotros mismos. Uno de los síntomas más claros es  cuando estamos demasiado empeñados en que nos crean. No se han dado cuenta de que hay ocasiones en las uno está tan totalmente seguro de algo que no  le importa tanto si se lo creen o no.

 

Agustín continúa explicando como aprendió a hablar y entender:

 

“Así, las palabras, ocupando su lugar en las frases y frecuentemente repetidas en relación con las cosas me hacían colegir poco a poco el significado de cada una; y por medio de ellas, una vez acostumbrada mi boca a pronunciarlas, me  hacía comprender. De este modo aprendí a comunicarme por signos con los que me rodeaban, y entré en la tormentosa sociedad de la vida humana sometido a la autoridad de mis  padres y al querer de las gentes mayores.”


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